lunes, 20 de septiembre de 2010

EL CELIBATO SACERDOTAL EN LA IGLESIA (S.I-V)

EL CELIBATO SACERDOTAL EN LA IGLESIA (S.I-V)
ORIGEN APOSTÓLICO DE LA LEX CONTINENTIAE


JESÚS MOISÉS CORNEJO OROPEZA

2009





EL CELIBATO SACERDOTAL EN LA IGLESIA (S.I-V)
ORIGEN APOSTÓLICO DE LA LEX CONTINENTIAE


INTRODUCCIÓN
El celibato sacerdotal es un don precioso de Cristo a su Iglesia, un don que es necesario meditar y fortalecer constantemente, de modo especial en el mundo moderno profundamente secularizado.
La conexión entre celibato y sacerdocio se revela primeramente en Cristo. En Cristo vemos su más perfecta realización ya que el sacerdocio requiere el permanecer libre de los lazos de matrimonio y paternidad. Es esa libertad la que permitió que el Hijo de Dios estuviera completamente disponible para hacer perfectamente la voluntad de Dios Padre en El (Jn 4,34).
Al llamar a sus sucesores, los Apóstoles “ellos lo dejaron todo y le siguieron” (Lc 5,11). Más tarde, Pedro le recuerda a Jesús, “lo hemos dejado todo para seguirte.” Luego agrega, con la candidez que lo caracteriza, “¿Qué otra cosa ya nos queda?” (Mt 19,27). Jesús le responde: “No hay nadie que haya dejado casa, esposa, hermanos, padres o hijos por causa del Reino de los Cielos, que no reciba a cambio mucho más en esta era y en el mundo por venir” (Lc 19,29). Se recuerda que Jesús enseñó la indisolubilidad del matrimonio y también recomendó especialmente el celibato (Mt 19,12). San Pablo recomendó con especial énfasis el celibato como una manera de hacer más efectivo el ministerio del Señor.
El celibato es el ejemplo que Cristo mismo ha dejado a su Iglesia. Él quiso ser célibe. Lo explica la encíclica Pastores dabo vobis:
«Cristo permaneció toda la vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el sacerdocio en Cristo se refleja en los que tienen la suerte de participar de la dignidad y de la misión del mediador y sacerdote eterno, y esta participación será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministro esté más libre de vínculos de carne y de sangre» .
La existencia histórica de Jesucristo es el signo más evidente de que la castidad voluntariamente asumida por Dios es una vocación sólidamente fundada tanto en el plano cristiano como en el de la común racionalidad humana.
Si la vida cristiana común no puede legítimamente llamarse así cuando excluye la dimensión de la cruz, cuánto más la existencia sacerdotal sería ininteligible si prescindiera de la perspectiva del Crucificado. A veces en la vida de un sacerdote está presente el sufrimiento, el cansancio y el tedio, incluso el fracaso, pero esas cosas no la determinan en última instancia. Al escoger seguir a Cristo, desde el primer momento nos comprometemos a ir con él al Calvario, conscientes de que tomar la propia cruz es el elemento que califica el radicalismo del seguimiento .



CAPÍTULO I
EL CELIBATO EN LA IGLESIA PRIMITIVA (S.I-III)
1. EL CELIBATO EN LA COMUNIDAD APOSTÓLICA (S.I)
Hay algunos textos ya en los escritos del Nuevo Testamento que nos ilustran sobre la situación de la Iglesia primitiva en esta materia.
La lex continentiae es referida claramente a la figura de Jesucristo, que lleva a plenitud la Ley y también el sacerdocio, e inaugura la forma de vida de la perfecta castidad . Jesucristo claramente recomendó el celibato como entrega radical de amor por el Reino de los Cielos:
“Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” .
Los textos solían referirse también, en segundo lugar, a los Doce mismos, que han dado ejemplo del verdadero seguimiento, dejándolo todo –casas, hermanos, hermanas, padres, madres, hijos o hacienda– en nombre de Jesús .
En las enseñanzas paulinas se descubría luego la realización de esta forma de vida apostólica: también Pablo sigue a Cristo célibe, “libre de preocupaciones” con respecto a las cosas del mundo y entregado de todo corazón al Señor:
“Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división. Pero si alguno teme faltar a la conveniencia respecto de su novia, por estar en la flor de la edad, y conviene actuar en consecuencia, haga lo que quiera: no peca, cásense. Mas el que ha tomado una firme decisión en su corazón, y sin presión alguna, y en pleno uso de su libertad está resuelto en su interior a respetar a su novia, hará bien. Por tanto, el que se casa con su novia, obra bien. Y el que no se casa, obra mejor. La mujer está ligada a su marido mientras él viva; mas una vez muerto el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero sólo en el Señor. Sin embargo, será feliz si permanece así según mi consejo; que también yo creo tener el Espíritu de Dios” .
Su testimonio sobre los demás apóstoles, que llevan consigo una “mujer hermana” , nunca fue comprendido en referencia a una presunta vida matrimonial. Al contrario, el ejemplo de Pablo muestra cómo el ministerio apostólico vive un amor celoso por la Iglesia, para presentarla como “casta virgen” a Cristo . La enseñanza en las cartas pastorales era comprendida en el mismo sentido: San Pablo pide que los obispos y diáconos sean “unius uxoris vir” (‘casados una sola vez’, o ‘maridos de una sola mujer’) para indicar que habían de ser personas capaces de guardar la continencia, cosa que no se podía esperar en otros casos . Esto, en un primer momento, parecería excluir la idea de un sacerdote u obispo “célibe”. Ahora bien, no se ha de olvidar que el mismo Pablo hablaba de la conveniencia de “no estar divididos” (es decir, no estar casados), y agregaba que él quisiera que “todos fuesen como él” (1Cor 7,7-8), dejando claro que él mismo no tenía mujer, y que prefería -ciertamente no imponía- que el servidor de Dios tampoco la tuviese (incluye también la virginidad femenina, como camino ideal de quien quiera servir a Dios con corazón indiviso). Es decir, lo que San Pablo pedía con “que sean de una sola mujer” no era que necesariamente se casaran y tuvieran al menos una mujer -como lo interpretan algunos cristianos, lo cual sería exactamente lo contrario de todo lo que el mismo Pablo escribió en 1Cor 7- sino que no sean personas que lleven una vida disoluta, con varias mujeres, o que se hayan casado más de una vez. Se trata de una orden que señala un límite (no más de una mujer), y no una obligación (al menos una mujer).
Por otro lado, es obvio que en el comienzo de la predicación cristiana, cuando el celibato no era un estado admitido en la sociedad, los Apóstoles no esperasen encontrar hombres célibes en número suficiente para regir las numerosas comunidades cristianas que iban surgiendo, pues simplemente no los había, y no se podía pensar que el deseo de Pablo de que el servidor sea célibe fuese inmediatamente aceptado y practicado en toda la Iglesia. No había entonces seminarios: había que fundar las comunidades cristianas con la predicación, y para ello se escogía a los hombres más capacitados en ese momento. Por ello Pablo exige al menos lo indispensable, a saber, que no sean libertinos, o que no hayan tenido ya varias mujeres. Incluso es de admirarse que, en ese ambiente naturalmente contrario a la abstención sexual, Pablo haya tenido la claridad y el valor de predicar que “es mejor no casarse”. Sus palabras son sin duda de un gran calibre profético.
Lo mismo cabe decir de los textos donde Pablo señala que “si el obispo no es capaz de ordenar su propia casa, cómo será capaz de ordenar la iglesia”. No está diciendo que los candidatos deben ser necesariamente casados, y que un célibe no puede ejercer ese cargo, sino que el candidato, que debía ser una persona de cierta edad y experiencia, y por lo tanto bien casado, debía dar muestras de buen gobierno de su propia familia antes de querer gobernar a la Iglesia de Dios.
Esta fue la práctica de la Iglesia durante los primeros siglos, a saber, admitía los candidatos casados a las ordenes sagradas, siempre y cuando diesen testimonio de un matrimonio vivido de manera irreprensible; al mismo tiempo, y siguiendo las enseñanzas de Jesús y de Pablo, siempre fue estimado por todas las iglesias el don del celibato por el Reino de los Cielos, y es lógico pensar que muchos comenzaba ya a vivir ese estado de vida tan particular. En otras palabras, había ministros casados y ministros célibes, aunque no podemos determinar la cantidad y la proporción con respecto a los casados, o los oficios que se reservaban a unos u a otros, etc. Además, las costumbres de las distintas iglesias locales eran diversas en este sentido, aunque los principios que enunciamos eran respetados en todos lados.
Recordemos que a la hora de acudir a los documentos escritos, no es mucho lo que de aquella lejana historia podemos asegurar con ciencia cierta en el campo que vamos tratando. Algunos estudiosos, por ejemplo, se inclinan a pensar que, si bien no era obligatorio, la mayoría de las iglesias locales, tal vez celosas de las palabras del Apóstol, guardaban la costumbre de admitir a las órdenes sagradas preferiblemente a los célibes.
2. EL CELIBATO EN LOS SIGLOS II-III
En el siglo II, la idea de castidad en los ministros del Señor se abrió paso con evidente firmeza, Tertuliano y Orígenes dieron fe del gran número de aquellos que, recibidas las órdenes, abrazaban la continencia total y perfecta. La Iglesia reconoce con claridad que no existió una ley apostólica que impusiera el celibato, pero sí es cierto, por lo menos en la Iglesia occidental, que ésta práctica era muy entendida y practicada ya a fines del siglo III .
Muchos cristianos de los primeros siglos, hombres y mujeres, comenzaron a practicar los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia .
Así, Tertuliano en el año 200, en “De Exhortatione Castitatis” habla del gran número de sacerdotes que vivían continentes, ya que habían elegido a Dios por esposo .
De igual modo, Orígenes el apologeta por esa misma época, en su obra “In Leviticum”, justifica así el celibato sacerdotal: los sacerdotes de la Antigua Ley observaban continencia alejándose de sus esposas durante el periodo de sus servicios al templo; los de la nueva ley no conocen tales inconvenientes, por ser célibes .
Los comienzos de la vida religiosa se encuentran en la práctica del celibato voluntario por el Reino. El celibato era una de las características de los primeros ermitaños y un requisito en las primeras fundaciones monásticas bajo San Pacomio (290-346).
3. A MODO DE CONCLUSIÓN
La afirmación de un origen apostólico del celibato sacerdotal puede resultar llamativa todavía hoy, e incluso parecer contraria a una opinión bastante generalizada para la cual se trataría en realidad de una innovación introducida por la Iglesia latina poco a poco, y que habría adquirido su forma definitiva en el segundo milenio, sobre todo a través de las decisiones tomadas en la reforma gregoriana y confirmadas definitivamente en el concilio de Trento, después de un largo período de resistencias. La tradición oriental, en cambio, habría conservado mejor la disciplina original.
Sin embargo, la tradición latina siempre se había comprendido en continuidad con los orígenes, y el desarrollo de los estudios históricos a este respecto, motivado, en particular, por las graves críticas dirigidas al celibato en la Reforma protestante, había llevado a considerar generalmente como cierto, hasta finales del siglo XIX, el origen apostólico del celibato . Como símbolo de esta convicción, puede citarse el famoso testimonio de J. H. Newman en su “Apologia pro vita sua”:
“Estaba también el celo con el que la Iglesia romana mantenía la doctrina y la regla del celibato, que yo reconocía como apostólico, y su fidelidad a muchas otras costumbres de la Iglesia primitiva” .
Las dudas surgidas sobre esta cuestión, tras extenderse la opinión contraria, han sido superadas en buena medida por la investigación histórica de los últimos decenios .
En efecto, los estudiosos indican que los orígenes del celibato sacerdotal se remontan a los tiempos apostólicos.
Así el padre Ignace de la Potterie escribe:
«Los estudiosos en general están de acuerdo en decir que la obligación del celibato, o al menos de la continencia, se convirtió en ley canónica desde el siglo IV (...). Pero es importante observar que los legisladores de los siglos IV o V afirmaban que esa disposición canónica estaba fundada en una tradición apostólica» .
Asimismo, el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, expresa:
«Por tal motivo la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha querido conservar el don de la continencia perpetua de los clérigos, y ha tendido a escoger a los candidatos al Orden sagrado entre los célibes (cf. 2Tes 2,15; 1Cor 7,5; 1Tim 3,2-12; 5,9; Tit 1,6-8)» .


CAPÍTULO II
EL CELIBATO EN LA IGLESIA (S.IV-V)
1. INTRODUCCIÓN
A partir del siglo IV, en efecto, una legislación escrita toma nota de dos obligaciones complementarias: no sólo el matrimonio está prohibido después de la admisión a los grados superiores del clericato, sino el mismo uso del matrimonio está prohibido a los miembros del clero superior que podían haber estado casados antes de su ordenación. Para facilitar tal distinción con una terminología apropiada, se ha de llamar a la primera de estas obligaciones ‘ley del celibato en sentido estricto’ y a la segunda ‘ley del celibato-continencia’, objeto de este estudio.
2. SIGLO IV
2.1 Concilio o Sínodo de Elvira (300-305)
Se sabe bien que, en orden de tiempo, el primero de los concilios de la Iglesia universal en exigir la continencia perfecta de los clérigos casados, es el Concilio de Elvira.
Este concilio en el canon 27, prescribe:
«El obispo o cualquier otro clérigo tenga consigo solamente o una hermana o una hija virgen consagrada a Dios; pero en modo alguno plugo (al Concilio) que tengan a una extraña» .
Y en el canon 33:
«Plugo prohibir totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos o a todos los clérigos puestos en ministerio, que se abstengan de sus cónyuges y no engendren hijos y quienquiera lo hiciere, sea apartado del honor de la clerecía» .
Un examen atento del documento muestra claramente una pre-historia, contrariamente a aquello que se han apresurado en afirmar los historiadores que querían encontrar la prueba de un origen tardío de la disciplina del celibato-continencia. En efecto, nada se dice sobre la libertad de servirse del matrimonio que habrían tenido hasta ahora los clérigos casados. Ahora bien, en la reflexión sobre la naturaleza de las exigencias impuestas, el silencio de los legisladores en este punto se comprende más fácilmente en el caso en que ellos repitan y confirmen una práctica ya en vigor antes que en el caso contrario. No se impone bruscamente a dos esposos la ruda ascesis de la continencia perfecta, sin decir por qué eso que hasta ahora estaba permitido se prohíbe de improviso. Sobre todo, como en este caso, si se preveen penas canónicas para los infractores. En cambio, si se trata de remediar las infracciones de una regla ya antigua, se comprende que los obispos españoles no hayan sentido la necesidad de justificar una medida tan severa. Suponiendo también que el decreto de Elvira sea el primero cronológicamente hablando, esto no significa que la práctica anterior de la Iglesia haya sido diferente. Numerosísimos puntos concernientes a la doctrina y a la disciplina no han sido al inicio objeto de una explicación. Es tan sólo con el correr del tiempo, y bajo la presión de circunstancias inéditas, que las verdades de la fe inicialmente admitidas por todos fueron objeto de definiciones dogmáticas y que las tradiciones observadas desde los orígenes de la Iglesia asumieron una forma canónica. Este principio clarísimo de la metodología general sobre la formación de las normas jurídicas de la Iglesia puede aclarar correctamente la historia precedente al Concilio de Elvira .
2.2 Concilio de Nicea (325)
El primer Concilio ecuménico que se tiene en Nicea para expresar un juicio sobre el arrianismo, votó una lista de veinte cánones disciplinarios. El tercero de estos cánones titulado “Mujeres que conviven con los clérigos”, trata un argumento que examina la historia del celibato eclesiástico:
«El gran Concilio ha prohibido absolutamente a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos, y en pocas palabras a todos los miembros del clero, tener consigo una mujer introducida con él para el servicio, a menos que se trate de una madre, una hermana, una tía o en fin sólo aquella persona que se sustrae a cualquier sospecha» .
Aquí el Concilio no menciona la esposa entre las mujeres que los miembros del clero están autorizados a admitir bajo el mismo techo, lo que es quizá una señal indicadora que la decisión de Nicea sobrentiende la disciplina de la continencia perfecta. Eso es todavía más plausible si se piensa que los obispos nombrados en primer lugar, han estado siempre sometidos a la ley del celibato-continencia, ya sea en Oriente o en Occidente, sin ninguna excepción. Otro indicio es que el tercer canon de Nicea ha sido permanentemente interpretado de la misma manera por los Papas y por los concilios particulares: colocar a los obispos, los sacerdotes y los diáconos, obligados a la continencia perfecta, al abrigo de las tentaciones femeninas y asegurar su reputación. Cuando mencionan el caso de la esposa, es generalmente para autorizarla a vivir con el marido ordenado, pero con la condición que también ella haya hecho voto de continencia. En este caso ella reingresa a la categoría de mujeres “que se sustraen a cualquier sospecha”.
2.3 Magisterio de Siricio e Inocencio I
En primer lugar, será conveniente tomar conocimiento de los numerosos documentos públicos que, desde aquella época, hacen remontarse la disciplina del “celibato-continencia” a los tiempos apostólicos. En orden cronológico éstos son:
o La decretal “Directa ad decessorem”, del 10 de febrero de 385, enviada por el Papa Siricio al obispo español Himerio, Metropolita del área de Tarragona.
o La decretal “Cum in unum”, enviada por Siricio a los episcopados de diversas provincias para comunicarles las decisiones tornadas en enero de 386 en Roma por un Concilio de 80 obispos.
o La carta (o decretal) “Dominus inter”, del Papa Inocencio I, en respuesta a algunas preguntas de los obispos de Galia.
2.3.1 Papa Siricio (385-399)
• Decretal Directa ad decessorem (385)
La decretal Directa es una respuesta del Papa Siricio a una consulta hecha a su predecesor Dámaso por el obispo español Himerio acerca de la continencia de los clérigos. A las noticias dolorosas que le llegaban desde España acerca del estado del clero, el jefe de la Iglesia reacciona con un llamado al deber de la continencia perfecta, cuyo principio está contenido en el Evangelio de Cristo, y añade:
«El Señor Jesús (...) quiso que la forma de la castidad de su Iglesia, de la que él es esposo, irradiara con esplendor (...). Todos los sacerdotes estamos obligados por la indisoluble ley de estas sanciones, es decir, que desde el día de nuestra ordenación consagramos nuestros corazones y cuerpos a la sobriedad y castidad, para agradar en todo a nuestro Dios en los sacrificios que diariamente le ofrecemos» .
• Decretal Cum in ununt (386)
Un año después, el Papa Siricio envía a diversos episcopados la decretal Cum in ununt para comunicarles las decisiones tomadas en Roma por un Concilio de 80 obispos. El documento insiste sobre la fidelidad a las tradiciones procedentes de los Apóstoles, ya que "no se trata de ordenar nuevos preceptos, sino de hacer observar aquellos que a causa de la apatía y de la indolencia de algunos han sido descuidados. Entre estas diversas cosas “establecidas por una constitución apostólica y por una constitución de padres” se encuentra también la obligación a la continencia para los clérigos superiores. El Papa Siricio era consciente de colocarse en la línea de la misma tradición viva de sus predecesores como obispos de la sede de Pedro.
2.3.2 Papa Inocencio I
• Carta Dominus inter (405)
La carta o decretal Dominus inter es una respuesta del Papa Inocencio I a una serie de preguntas enviadas por los obispos de Galia. El Papa anuncia ante todo que retomará en orden las preguntas hechas haciendo conocer las tradiciones (singulis itaque propositionibus sito ordine reddendae sunt traditiones) y en este contexto habla también de los obispos, de los sacerdotes y de los diáconos, respecto a los cuales dice expresamente en el canon XVI la regla de castidad perpetua:
«No sólo nosotros, sino también la Escritura divina hacen del ser casto una obligación» .
2.3.3 Conclusión teológica
Estas tres decretales son de una importancia fundamental para la historia de los orígenes del celibato de los clérigos. Ellas presuponen como cosa normal y legítima, la ordenación de numerosos hombres casados. Estos últimos, a partir del diaconado, no están menos obligados a la continencia perfecta con sus esposas, en caso que ellas estén todavía en este mundo, y la infracción a esta disciplina, frecuente en aquel tiempo en algunas provincias lejanas de Roma, como España y Galia, se censura en cuanto contraria a la tradición apostólica. Los impugnadores de estas regiones invocan el Antiguo Testamento como apoyo a su causa, pero la continencia temporal de los levitas de Israel prueba que a fortiori los sacerdotes de la Nueva Alianza deben observar una continencia perpetua. Una objeción sacada de la carta de san Pablo les parece decisiva a algunos: ¿acaso el Apóstol no ha solicitado que el obispo, el presbítero o el diácono sea “el hombre de una sola mujer” (unius uxoris vir) autorizando de tal modo la elección de candidatos casados? Sin duda, responde Siricio, pero esta consigna ha sido dada propter continentiam futuram, en vista de la continencia que estos hombres casa dos debían haber practicado desde el día de su ordenación. Si ellos deben ser los hombres de una sola mujer, es porque la experiencia de fidelidad a la propia esposa representa una garantía de castidad para el futuro. Esta exégesis de 1Tim 3,2 y Tt 1,6 se olvida generalmente en nuestros días; ella es, sin embargo, una piedra angular de la argumentación de Siricio y de numerosos escritores patrísticos para fundamentar la disciplina del “celibato-continencia” con las Escrituras.
Si se ha de apreciar adecuadamente la importancia de estas tres decretales, no hay que olvidar que la Iglesia ha gozado muy pronto de una posición absolutamente única como testigo de la Tradición procedente de los Apóstoles.
San Ireneo lo ha expresado con una fórmula inolvidable:
«Con esta Iglesia, en consideración de su origen excelente, debe necesariamente concordar toda la Iglesia, vale decir, los fieles de todo lugar; en ella, a beneficio de esta gente de todo lugar, ha sido siempre conservada la Tradición que viene de los Apóstoles».
Admitir esta posición privilegiada de la sede apostólica, significa al mismo tiempo reconocer que los Pontífices romanos de fines del siglo IV se han hecho garantes en nombre de toda la Iglesia de una tradición de “celibato-continencia” para el clero que se remonta a los Apóstoles, y han conservado en esta afirmación toda su credibilidad .
2.4 II Concilio de Cartago (390)
Las cartas decretales que no son de ningún modo los únicos documentos que atestiguan la antigüedad de la continencia perfecta de los clérigos. En la misma época, el 16 de junio de 390, un concilio en Cartago, que cuenta con la anuencia de toda la jerarquía africana, reafirmó la regla de la castidad perpetua para todos los miembros casados del clero. Esta reafirmación confirma una tradición continua de la Iglesia . Este concilio expresa un canon con el texto siguiente:
«Epigone, obispo de Bulla la Real dice: “En un Concilio precedente, se ha discutido acerca de la regla de la continencia y de la castidad. Que se enteren pues (ahora) con más energía los tres órdenes que, en virtud de su consagración, están vinculados por la misma obligación a la castidad, quiero decir, el obispo, el sacerdote y el diácono, y que se les enseñe a ellos a conservar la pureza”.
El obispo Genethlius dice: “Como habíamos dicho anteriormente, es oportuno que los santos obispos y sacerdotes de Dios, así como los levitas, o sea aquellos que están al servicio de los sacramentos divinos, observen continencia perfecta, a fin de poder obtener con toda naturalidad aquello que ellos piden a Dios; aquello que enseñaron los Apóstoles y aquello que la misma antigüedad ha observado, veamos nosotros mismos el modo de atenernos a ello”.
En unanimidad, los obispos han declarado: “Se ha admitido con agrado el hecho que el obispo, el sacerdote y el diácono, guardianes de la pureza, se abstengan de sus esposas, a fin de que aquellos que están al servicio del altar conserven una castidad perfecta”.
“Conviene que los que están al servicio de los misterios divinos practiquen la continencia completa (continentes esse in omnibus) para que lo que enseñaron los Apóstoles y ha mantenido la antigüedad misma, lo observemos también nosotros”» .
Este canon confirma indirectamente, a su vez, la presencia de numerosos hombres casados en las filas del clero. Los sujetos de la ley son los diáconos, los sacerdotes y los obispos, a saber, los miembros de las tres órdenes superiores del clero a las cuales se accede mediante consagraciones. Estas últimas colocan al hombre aparte, para el desarrollo de las funciones que conciernen a lo divino. El servicio de la eucaristía es aquí el fundamento específico de la continencia exigida a los ministros. A esto se añade un segundo motivo que evidencia la finalidad de la obligación: “A fin de que puedan obtener con toda naturalidad aquello que ellos piden a Dios” (quo possint simpliciter quod a Deo postulant impetrare). Aquel que está al servicio de los misterios cristianos es un mediador entre Dios y los hombres y, en cuanto tal, debe asegurarse las condiciones necesarias para una oración de intercesión eficaz. Sin la castidad el ministro estaría privado de una cualidad esencial en el momento de presentar a Dios el pedido de sus hermanos y se privaría en cierto sentido de la libertad de palabra. Con ella, en cambio, entra en relaciones muy ‘sencillas’ con el Señor, relaciones que son una garantía de que su pedido sea escuchado.
Es importante esta motivación teológica inspirada directamente en la carta a los Hebreos (cf. Hb 5,1), que ve en el ministro de la eucaristía un mediador al servicio de los hombres, llamado en cuanto tal a una santidad de vida caracterizada por la castidad perfecta. Ella coloca en una perspectiva adecuada las otras razones adoptadas en aquella época para justificar el celibato-continencia y en modo particular la ‘pureza’ requerida a aquellos que están al servicio del altar, servicio que consiste particularmente en el ejercicio privilegiado de la mediación sacerdotal.
Por esta clara referencia a “aquello que enseñaban los Apóstoles y [a] aquello que la antigüedad misma ha observado”, el Concilio de Cartago tiene un gran peso en la historia de los orígenes del celibato sacerdotal. Que no se trata aquí de una afirmación hecha a la ligera, de una especie de estereotipo mediante el cual los africanos habrían querido revestir una ley difícil de una falsa autoridad, es prueba suficiente la fidelidad del África cristiana a sus tradiciones y a la Tradición universal de la Iglesia .
No sólo los pocos Padres reunidos en Cartago en 390, sino la totalidad del episcopado africano, hasta la invasión musulmana del siglo VII admiten esta convicción. Y es así que en mayo de 418, el XV Concilio general de la Iglesia africana en el cual participaron 217 obispos (entre ellos san Agustín), promulgó nuevamente el canon que hemos leído, al cual fue dada la aprobación oficial de Roma por intermedio del delegado Faustino .
Se explica así como el decreto de Cartago, en el curso de la historia, ha servido de referencia en varias ocasiones, para verificar o consolidar el vínculo tradicional del celibato con la “enseñanza de los Apóstoles”. Los primeros en recurrir a él oficialmente fueron los Padres bizantinos del Concilio Quinisexto en Trullo de 692. En el siglo XI, los promotores de la reforma gregoriana retomaron más de una vez un argumento histórico que ellos juzgan fundamental.
San Raimundo de Peñafort, el autor de los Decretales de Gregorio IX, en el siglo XIII, está también convencido del origen apostólico del celibato, especialmente por el canon de Cartago.
En el Concilio de Trento, los expertos de la comisión teológica encargada de estudiar las tesis luteranas sobre el matrimonio de los clérigos lo introdujeron en sus informes. Pío IV, por su lado, piensa no poder hacer mejor cosa que citarlo para explicar a los príncipes alemanes su rechazo a renunciar a la ley del celibato. En seguida, numerosos teólogos e historiadores del periodo post-tridentino lo mencionan en sus estudios. Todos están íntimamente persuadidos que sea legítimo y necesario pasar por Cartago para proceder son seguridad en la búsqueda histórica del origen de la disciplina del celibato sacerdotal. Y también Pío XI, en los tiempos modernos, hace una autorizada referencia en la encíclica “Ad catholici sacerdotii”, del 20 de diciembre de 1935 .
2.5 El testimonio de los Padres del siglo IV
Al lado de los documentos públicos emanados de los Pontífices y de los Concilios, también los escritores patrísticos aportan un importante testimonio. Los textos de los Padres de la Iglesia concernientes a la disciplina del celibato en los primeros siglos han constituido progresivamente en una base para tal desarrollo. Aquí los testimonios más significativos:
2.5.1 San Epifanio de Salamina (315-403)
Obispo de Chipre, en su obra “Panarion”, refuta a los montanistas que desacreditan el matrimonio; nada más contrario a la intención del Señor que, en efecto, ha elegido a sus Apóstoles no sólo entre vírgenes sino también entre monógamos. Sin embargo, añade Epifanio, estos Apóstoles casados practicaron de inmediato la continencia perfecta y siguiendo la línea de conducta que Jesús, norma de la verdad, les había trazado, fijaron a su vez la norma eclesiástica del sacerdocio. Además ellos reconocen que en algunas regiones hay clérigos que continúan teniendo hijos, pero eso no está conforme a los verdaderos cánones eclesiásticos. En el Panarion, se puede leer aún una alusión muy clara a la disciplina general de la época:
«... en carencia de vírgenes (el sacerdocio se recluta) entre los religiosos; si no hay religiosos en número suficiente para el ministerio (se recluta) entre los esposos que practican la continencia con su esposa, o entre los viudos ex-monógamos; pero en ella (la Iglesia) no está permitido admitir al sacerdocio al hombre que se haya vuelto a casar; aún si él observa la continencia o si es viudo (queda descartado) del orden de los obispos, de los sacerdotes, de los diáconos y de los subdiáconos» .
2.5.2 El Ambrosiaster (366-384)
Trata en dos oportunidades la continencia de los clérigos. En un comentario de la primera carta a Timoteo, desarrolla una argumentación similar a aquella de Siricio y que volveremos a encontrar en Ambrosio y Jerónimo; pidiendo que el futuro diácono, o el futuro obispo, sea unius uxoris vir, el Apóstol no le ha reconocido sin embargo la libertad de las relaciones conyugales; al contrario “que ellos sepan bien que podrán obtener aquello que piden a condición de que de ahora en adelante no se sirvan más del matrimonio”. La misma idea está expresada en las Quaestiones Veteris et Novi Testamenti. Es necesario citar, en este segundo texto, un pasaje que muestra con claridad cuál era el pensamiento teológico del autor y de los Padres en su conjunto, acerca de la jerarquía de valores entre la continencia perfecta de los ministros de Cristo y el matrimonio cristiano.
«Se dirá quizá: si está permitido y es bueno casarse, ¿por qué no está permitido a los sacerdotes tomar una mujer? Dicho con otras palabras, ¿por qué los hombres que han sido ordenados ya no pueden unirse (a una esposa)? En efecto, existen cosas que no están permitidas a nadie, sin excepción alguna; pero hay de otro lado algunas que están permitidas a unos pero no a los otros, y hay algunas cosas que están permitidas en ciertos momentos pero no en otros... Y es por esto que el sacerdote de Dios debe ser más puro que los otros; en efecto, él pasa por su representante personal, es efectivamente su vicario; de modo que aquello que está permitido a los otros no lo está a él... Debe ser tanto más puro porque santas son las cosas de su ministerio. En efecto, comparadas con la luz de la lámpara, las tinieblas no son sólo oscuras, sino también sórdidas; comparada con las estrellas, la luz de la lámpara sólo es bruma, mientras que comparadas con el sol, las estrellas son oscuras, y comparado a la luminosidad de Dios, el sol no es sino una noche. De la misma manera, las cosas que, respecto a nosotros son lícitas y puras, se convierten en ilícitas e impuras respecto a la dignidad de Dios; en efecto, por muy buenas que ellas sean, no se avienen a la persona de Dios. Es por esto que los sacerdotes de Dios deben ser más puros que los otros, dado que ocupan el lugar de Cristo» .
2.5.3 San Ambrosio de Milán (333-397)
Este santo comenta también el unius uxoris vir de san Pablo del mismo modo que Siricio:
«No debe procrear hijos durante (su carrera) sacerdotal aquél al cual lo invita la autoridad apostólica; (el Apóstol) ha hablado efectivamente de un hombre que (ya) tiene hijos, y no de cualquiera que procrea (otros) o que contrae un nuevo matrimonio» .
En otro texto responde a la objeción hecha por los levitas del Antiguo Testamento, justificando como sus contemporáneos, con un a fortiori la continencia perfecta requerida de los sacerdotes de la Nueva Alianza a semejanza de Jesucristo.
«Dios amó tanto la virtud del celibato que no quiso venir al mundo sino acompañado por ella, naciendo de Madre virgen» .
2.5.4 San Jerónimo (347-419)
Este santo ha vuelto repetidas veces sobre el problema de la continencia de los clérigos. Es sobre todo la polémica contra los detractores de la castidad sacerdotal Joviniano y Vigilancio, la que ha proporcionado reflexiones particularmente importantes. En el “Adversus Jovinianum”, él comenta a su vez el unius uxoris vir de la primera carta a Timoteo, siguiendo la misma línea de Siricio; se trata de un hombre que ha podido tener hijos antes de su ordenación, y no de alguno que continúa procreando . La carta a Pamaquio, de parte suya, evidencia el vínculo de dependencia entre la continencia de los clérigos y aquella de Cristo y de su Madre:
«El Cristo virgen y la Virgen María han representado para ambos sexos los inicios de la virginidad; los Apóstoles fueron o vírgenes o castos después del matrimonio. Los obispos, los sacerdotes y los diáconos son elegidos vírgenes o viudos; en cualquier caso, una vez recibido el sacerdocio, ellos observan la perfecta continencia» .
La “Adversus Vigilantium”, en conclusión, es justamente célebre por la referencia a las vastas regiones del imperio:
«¿Qué harían las Iglesias de Oriente? ¿Qué harían aquellas de Egipto y de la Sede Apostólica, esas que aceptan clérigos sólo si son vírgenes o castos o (en caso hayan tenido) una esposa, han renunciado a la vida matrimonial?» .
2.5.5 San Agustín (354-430)
El obispo de Hipona es contemporáneo de los Papas, de los obispos y de los escritores patrísticos que, en los siglos IV y V, han defendido el origen apostólico de la disciplina tradicional relativa al celibato-continencia de los miembros superiores del clero. El mismo ha participado en Sínodos de la Iglesia en África que han confirmado las resoluciones precedentes, y especialmente en el gran Concilio general del año 419, presidido por el legado pontificio, que promulgó nuevamente la ley votada en Cartago en el año 390 sobre la continencia perfecta de los obispos, de los sacerdotes y de los diáconos. En su tratado “De conjugiis adulterinis”, afirmó que los casados que inopinadamente fueran llamados a formar parte del clero superior y fueran ordenados estaban también obligados a la continencia .
Es de él que podemos obtener un principio de teología histórica convertido en clásico después que lo formuló claramente en el curso de su controversia con los donatistas:
«Aquello que es observado por toda la Iglesia y que siempre se ha mantenido sin haber sido fijado por los concilios, se tiene rectamente por un hecho que pudo haber sido transmitido sólo por la autoridad apostólica» .
2.5.6 San León Magno (440-461)
El Papa en una carta al Obispo Rustico de Narbona (458-9) define perfectamente en que consiste la lex continentiae:
«La ley de la continencia es la misma para todos los ministros del altar, obispos y sacerdotes: mientras ellos son laicos o lectores, pueden libremente tener mujer e hijos. Pero una vez que reciben el rango antes mencionado, no pueden permitírselo más» .



CONCLUSIÓN
La aplicación de esta ley definida por San León Magno en su justa perspectiva puede ser resumida del modo siguiente:
La tradición del celibato-continencia de los clérigos ¿ha sido observada por toda la Iglesia? Con la máxima certeza histórica podemos responder afirmativamente, porque vemos hombres que gozan de una gran autoridad moral e intelectual hacerse garantes para toda la Iglesia de su tiempo: no sólo un Jerónimo sino muchos otros con él: Eusebio de Cesarea, Cirilo de Jerusalén, Efrén, Epifanio, Ambrosio, el Ambrosiaster, los obispos africanos. Por el contrario, ninguna voz competente pronuncia un desmentido seguro. Aún más notorio es el testimonio prioritario de la Sede Apostólica que, mediante las tres decretales que conocemos, tiene un peso definitivo. Están también las Iglesias de Oriente y de Egipto, de las que habla Jerónimo, y las Iglesias de África, de España y de Galia que testimonian todas en el mismo sentido. Aún en este caso, ningún Concilio en comunión con Roma atestigua tradiciones distintas.
Observada por toda la Iglesia de los primeros siglos, la tradición del celibato-continencia de los clérigos ¿se ha mantenido siempre? Observamos en primer lugar que entre los orígenes de la Iglesia y el período donde vemos la disciplina mantenida por toda la Iglesia, ninguna decisión emanada por una instancia jerárquica competente logra probar la existencia de una práctica contraria. En efecto, los documentos auténticos del Concilio ecuménico de Nicea, contrariamente a aquello que la leyenda de Pafnuzio ha hecho creer con frecuencia, no implican decisión alguna que admita suponer que la ley del celibato-continencia no existía antes de 325. Por otra parte, ninguna Iglesia apostólica, ni en Oriente ni en Occidente, durante los primeros siglos de la Iglesia, propone una tradición distinta para impugnar las decretales de Siricio (mientras la cuestión de la fecha de la Pascua, por ejemplo, dio lugar a una famosa controversia). Finalmente, es oportuno verificar si la disciplina del celibato-continencia no es refutada por los textos de la Escritura, en cuyo caso sería inútil pretender que ella haya sido siempre observada. Ahora bien, no sólo los textos de la Escritura que exhortan a la continencia "por el reino de los cielos" muestran una conexión real entre el celibato y el sacerdocio ministerial, sino también la consigna paulina del unius uxoris vir -interpretada de manera clara por el magisterio de la Iglesia en la persona de Siricio y de sus sucesores como una norma apostólica destinada a asegurar la continencia futura de los obispos y de los diáconos (propter continentiam futuram)- señala la presencia de tal disciplina desde los orígenes de la Iglesia.
El conjunto de las condiciones necesarias se presentan consecuentemente reunidas, permitiéndonos afirmar con razón que la disciplina del celibato-continencia para los miembros del clero era, en los primeros siglos, “observada por toda la Iglesia” y “fue mantenida siempre”.

VOCACIÓN E IDENTIDAD SACERDOTAL

VOCACIÓN E IDENTIDAD DEL SACERDOTE DEL TERCER MILENIO


JESÚS MOISÉS CORNEJO OROPEZA







2009





VOCACIÓN E IDENTIDAD DEL SACERDOTE DEL TERCER MILENIO



INTRODUCCIÓN
Para afrontar los desafíos actuales, el sacerdote necesita una comprensión clara de su propia identidad, pero ¿qué es una identidad sacerdotal auténtica? Se puede comenzar recordando brevemente lo que no es: no es ser un trabajador social, un maestro, un investigador, un consejero o cualquier otro tipo de profesional.
Al contrario, esta identidad puede ser comprendida de manera adecuada sólo según sus dimensiones cristológicas y trinitarias. Aunque los papeles desempeñados por el sacerdote puedan cambiar según los desafíos de los nuevos tiempos, «existe un aspecto esencial del sacerdote que no cambia: el sacerdote de mañana, no menos que el sacerdote de hoy, debe semejar a Cristo. Cuando vivía en esta tierra, Jesús manifestó en su misma persona el papel definitivo del sacerdocio (...) el sacerdote del tercer milenio (...) seguirá siendo el llamado a vivir el sacerdocio único y permanente de Cristo» .
Además, la dimensión «relacional» fundamental de la identidad sacerdotal «surge de las profundidades del misterio inefable de Dios, es decir, por el amor del Padre, la gracia de Jesucristo y el don de la unidad del Espíritu Santo, el sacerdote entra de manera sacramental en la comunión con el obispo y con los demás sacerdotes para servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia y llevar a toda la humanidad a Cristo» .
Por ello, la identidad sacerdotal es lo más característico y esencial que posee el sacerdote, ya en cuanto a lo que pudiéramos llamar dimensión metafísica y dimensión personal, pero en una consideración real y concreta como es la existencia de esta persona participando del sacerdocio de Cristo, consagrando totalmente su vida a su perfecto ejercicio, bajo la acción del Espíritu Santo para gloria del Padre y la salvación de las almas.
Todo esto, no únicamente supone sino que de hecho exige una perfecta configuración con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, de quien se prolonga su misión sacerdotal a través de los tiempos y en las circunstancias concretas de cada hombre, según su época y su historia. Y por eso, hablar de identidad sacerdotal, será consecuentemente hablar de identificación con Cristo en lo que tiene de más significativo: en cuanto sacerdote, su función de mediador entre Dios y los hombres. Esto requiere en la existencia del sacerdote una comunicación preclara con Dios, a tal punto que lo identifique con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, capaz de entregarle a los hombres la plenitud de la riqueza de Dios, pero también exige una identificación del sacerdote con los hombres que encaminan sus pasos a la casa del Padre, para que no los defraude en su ascensión y alcance cabalmente la felicidad cumplida: la bienaventuranza eterna.
Cristo se presenta como el perfecto Sacerdote que realiza la cabal unión entre Dios y el hombre. Este hecho singular se efectúa en su propia existencia. Cristo es perfecto Dios y perfecto Hombre. En Cristo habita la plenitud de la Santidad (cf. Col 2,9) y por lo mismo puede comunicarla a todos los hombres. Cristo posee una naturaleza humana cabal que la ofrece a Dios como expresión perfecta de amorosa oblación (cf. Hb 9,14). En Cristo se realiza en forma admirable, perfecta, irrepetible esta indisoluble comunión: Dios y el hombre.
La meta suprema de todo sacerdote será, pues, intentar lograr una identificación, en cuanto sea posible, con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Es decir, poseer en una plenitud de actuación tanto la naturaleza humana, que le corresponde por su condición de hombre, como la naturaleza divina, que Dios le ha entregado por participación, por adopción, mediante la efusión de su Espíritu (cf. Gál 4,6; Rm 5,5). Estos principios tan simples conducen a consecuencias trascendentales, pues nos presentan al sacerdote en su justa y verdadera dimensión, en su correcta identidad: Un hombre pleno de la Vida de Dios que es conocimiento del Misterio Divino (cf. Jn 17,3), que es participación de la Divina Caridad (cf . 1Jn 4,7-21). Un hombre preocupado de hacer eficaces los deseos de sus hermanos por disfrutar más abundantemente de la vida de Dios. Verdadero puente de unión entre Dios y los hombres.
Afianzado en un concepto adecuado de su identidad, el sacerdote está preparado a confrontarse con los desafíos de hoy, algunos de los cuales son positivos y otros negativos. En lo positivo, hay un gran deseo de paz y justicia, de protección de la dignidad humana, de cooperación y solidaridad internacional; a ello se agrega un desarrollo rápido y continuo de la ciencia y la tecnología, en particular de la tecnología de la información, que lleva a una interacción positiva entre las culturas. Además, a medida que se debilitan las ideologías, aparecen nuevas oportunidades de evangelizar o volver a evangelizar .
Junto con estos elementos positivos de la cultura actual que desafían al sacerdote en el ejercicio de su identidad como alter Christus, se observan desafíos negativos muy poderosos. Se enumera los siguientes: el racionalismo, que embota la sensibilidad ante la revelación divina; un individualismo solitario, que conduce al hedonismo y al consumismo y, además, a una capacidad cada vez menor para relacionar lo humano con lo divino; el temor hacia los compromisos de por vida; una prosperidad material y un sentido de autosuficiencia que hacen que muchos no sientan la necesidad de Dios; la ruptura cada vez más acentuada de los valores familiares tradicionales, a través de la contracepción, el aborto y el sexo extramatrimonial.
¿De qué manera podrá obrar el sacerdote ante los desafíos que se acaba de enumerar? Es imposible prever cómo, en la fidelidad a su identidad, cada sacerdote ha de responder a su situación concreta e individual; pero se puede afirmar, en cambio, que toda solución requiere la cooperación plena de la comunidad como sostén en la fe.
Finalmente, los Padres sinodales que elaboraron la exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis han resumido, en pocas pero muy ricas palabras, la verdad, más aún el misterio y el don del sacerdocio ministerial, diciendo:
“Nuestra identidad tiene su fuente última en la caridad del Padre. Con el sacerdocio ministerial, por la acción del Espíritu Santo, estamos unidos sacramentalmente al Hijo, enviado por el Padre como Sumo Sacerdote y buen Pastor. La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo. Esta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegría, la certeza de nuestra vida” .







CAPÍTULO I
LA IGLESIA, PUEBLO SACERDOTAL
1. EL PUEBLO DE LOS FIELES DE CRISTO
1.1 La Iglesia
“Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” .
La Iglesia, el pueblo de Dios, es la asamblea de los fieles que creen en Jesucristo :
“Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo” .
“Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas” .
Por ello, los fieles cooperan en su edificación plena:
“Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo” .
Según la vocación ha la que han sido llamados:
“Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque "hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios" . En fin, en esos dos grupos, hay fieles que por la profesión de los consejos evangélicos... se consagran a Dios y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia según la manera peculiar que les es propia” .
Y en ello radica su identidad:
“La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo” .
1.2 Pueblo sacerdotal
“Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo ‘un reino de sacerdotes para Dios, su Padre’. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo” .
El Concilio Vaticano II ha profundizado la concepción del pueblo sacerdotal, presentándolo en el conjunto de su Magisterio, expresión de las fuerzas interiores, de ese “dinamismo” por medio del cual se configura la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia. Por ello, Juan Pablo II dijo:
“La misión del Pueblo de Dios se realiza mediante la participación en la función y en la misión del mismo Jesucristo, que como es sabido tiene una triple dimensión: es misión y función de Profeta, de Sacerdote y de Rey. Analizando con atención los textos conciliares, está claro que conviene hablar más bien de una triple dimensión del servicio y de la misión de Cristo que de tres funciones distintas. De hecho, están íntimamente relacionadas entre sí, se despliegan recíprocamente, se condicionan también recíprocamente y recíprocamente se iluminan. Por consiguiente es de esta triple unidad de donde fluye nuestra participación en la misión y en la función de Cristo. Como cristianos, miembros del Pueblo de Dios y, sucesivamente, como sacerdotes, partícipes del orden jerárquico, nuestro origen está en el conjunto de la misión y de la función de Nuestro Maestro que es Profeta, Sacerdote y Rey, para dar un testimonio particular en la Iglesia y ante el mundo” .
2. EL SACERDOCIO COMÚN Y EL SACERDOCIO MINISTERIAL
2.1 Los fieles participan del sacerdocio de Cristo
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ha deseado que su único e indivisible sacerdocio fuese participado a su Iglesia. Este es el pueblo de la nueva alianza, en el cual, por la “regeneración y la acción del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo, para ofrecer, mediante todas las actividades del cristiano, sacrificios espirituales y hacer conocer los prodigios de Aquel que de las tinieblas le llamó a su admirable luz” .
«Un sólo Señor, una sola fe, un solo bautismo ; común es la dignidad de los miembros que deriva de su regeneración en Cristo, común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección» .
Vigente entre todos “una auténtica igualdad en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo”; sin embargo, algunos son constituidos, por voluntad de Cristo, “doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás” .
Sea el sacerdocio común de los fieles, sea el sacerdocio ministerial o jerárquico, “aunque diferentes esencialmente y no sólo de grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo” . Entre ellos se tiene una eficaz unidad porque el Espíritu Santo unifica la Iglesia en la comunión y en el servicio y la provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos .
“En el momento del bautismo fuimos marcados por un "carácter", por un "sello", que estableció de modo definitivo nuestra pertenencia a Cristo, dándonos una personal consagración, principio del desarrollo de la vida divina en nosotros. Tal consagración funda el sacerdocio común de todos los cristianos, es decir, el sacerdocio universal de los fieles que tiende a manifestarse en los diversos gestos de la liturgia, de la oración y de la acción” .

2.2 La diferencia esencial
La diferencia esencial entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial no se encuentra, por tanto, en el sacerdocio de Cristo, el cual permanece siempre único e indivisible, ni tampoco en la santidad a la cual todos los fieles son llamados:
“En efecto, el sacerdocio ministerial no significa de por sí un mayor grado de santidad respecto al sacerdocio común de los fieles; pero, por medio de él, los presbíteros reciben de Cristo en el Espíritu un don particular, para que puedan ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio común que les ha sido conferido” .
En la edificación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, está vigente la diversidad de miembros y de funciones, pero uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la necesidad de servicios .
La diversidad está en relación con el modo de participación al sacerdocio de Cristo y es esencial en el sentido que “mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal —vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu— el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos” . En consecuencia, el sacerdocio ministerial “difiere esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque confiere un poder sagrado para el servicio de los fieles” .
Con este fin se exhorta el sacerdote “a crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo vincula al Pueblo de Dios” para “suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de salvación, con la diligente y cordial valoración de todos los carismas y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para la edificación de la Iglesia” .
2.3 Las características de esta diferencia
Las características que diferencian el sacerdocio ministerial de los Obispos y de los presbíteros de aquel común de los fieles, y delinean en consecuencia los confines de la colaboración de estos en el sagrado ministerio, se pueden sintetizar así:
a) el sacerdocio ministerial tiene su raíz en la sucesión apostólica y esta dotado de una potestad sagrada , la cual consiste en la facultad y responsabilidad de obrar en persona de Cristo Cabeza y Pastor ;
b) esto es lo que hace de los sagrados ministros servidores de Cristo y de la Iglesia, por medio de la proclamación autorizada de la Palabra de Dios, de la celebración de los Sacramentos y de la guía pastoral de los fieles .
Poner el fundamento del ministerio ordenado en la sucesión apostólica, en cuanto tal ministerio continúa la misión recibida de los Apóstoles de parte de Cristo, es punto esencial de la doctrina eclesiológica católica .
El ministerio ordenado, por tanto, es constituido sobre el fundamento de los Apóstoles para la edificación de la Iglesia : “está totalmente al servicio de la Iglesia misma” . “A la naturaleza sacramental del ministerio eclesial está intrínsecamente ligado el carácter de servicio. Los ministros en efecto, en cuanto dependen totalmente de Cristo, quien les confiere la misión y autoridad, son verdaderamente ‘esclavos de Cristo’ (cf. Rm 11), a imagen de El que, libremente ha tomado por nosotros ‘la forma de siervo’ (Flp 2,7). Como la palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos” .
Finalmente, Juan Pablo II, resume diciendo:
“El sacerdocio del que participamos por medio del sacramento del Orden, que ha sido “impreso” para siempre en nuestras almas mediante un signo especial de Dios, es decir, el “carácter”, está relacionado explícitamente con el sacerdocio común de los fieles, esto es, de todos los bautizados y, al mismo tiempo se diferencia de éste, “esencialmente y no sólo en grado” . De este modo cobran pleno significado las palabras del autor de la Carta a los Hebreos, sobre el sacerdote, “tomado de entre los hombres, es instituido en favor de los hombres” (Hb 5,1)” .


CAPÍTULO II
LA VOCACIÓN SACERDOTAL EN LA IGLESIA
“Sabemos que la vocación sacerdotal es un don de la gracia, una llamada gratuita que procede del amor divino pues no se puede nunca considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro como un simple proyecto personal. En todo instante de su vida el sacerdote debe considerarse a sí mismo como destinatario de una especial llamada de Jesús y totalmente empeñado en realizarla” .
1. VOCACIÓN CRISTIANA
Cada cristiano recibe una llamada para una misión especial dentro de la Iglesia.
Así, vocación es llamada a la misión y servicio eclesial que Cristo encomienda a cada uno. Cada persona es llamada porque es amada; cada uno recibe una llamada irrepetible.
“La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” .
La vocación es un don e iniciativa de Dios que expresa la predestinación de cada uno para los planes salvíficos, personales y comunitarios . Este don de Dios se comunica con la cooperación de la familia, de la comunidad eclesial y, especialmente, de la persona llamada, que debe responder libremente. Teniendo presente que la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina .
Por esta llamada especialísima de Dios a la vida divina, el ‘elegido’ está invitado a seguirlo en una vocación específica dentro de las realidades eclesiales . Así, unos son llamados al matrimonio, otros a la vida religiosa, otros al ministerio sacerdotal .
“La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador” .
“La vida consagrada a Dios se caracteriza por la profesión pública de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia en un estado de vida estable reconocido por la Iglesia” .
Pero este llamado ha de realizarse en la comunidad donde se vive de amor en la dimensión de la cruz. Comunidad que vive la fe como experiencia existencial de la presencia de Dios. En ella, el fiel redescubre su vocación cristiana: la llamada, que Dios dirige a cada ‘elegido’ al manifestarle el misterio de la salvación y, a la vez, el puesto, que debe ocupar con referencia al mismo misterio, como hijo adoptivo en el Hijo .
2. VOCACIÓN SACERDOTAL
La vocación sacerdotal es una concreción de la vocación cristiana, para participar, de modo peculiar, en la unción y misión de Cristo sacerdote.
La iniciativa de la llamada la tiene siempre Dios, que ha elegido a cada uno en Cristo desde la eternidad; pero se vale de medios humanos eclesiales para hacer ver esta llamada. Por ello, nadie puede atribuirse a sí mismo el ‘carisma’ de la vocación sacerdotal.
La vocación sacerdotal es la llamada a participar en la misión que Cristo confió a los Apóstoles y que ahora se transmite por la imposición de manos en la ordenación sacerdotal. Esta vocación se complementa con las otras vocaciones dentro del Pueblo de Dios, es decir, con la vocación laical y la de vida consagrada.
Las señales de vocación sacerdotal se manifiestan en el mismo llamado y en la comunidad en que vive. Estas señales son: recta intención, idoneidad o cualidades, decisión libre, llamada de la Iglesia.
Esta llamada suscita una respuesta de decisión, donación y gozo:
«Se sientan ayudados a consolidar su decisión de abrazar la vocación con entrega personal y alegría de espíritu» .
El sacerdote está llamado, en sus propias circunstancias, allí donde Dios le ha colocado, a encontrar, conocer y amar a Cristo en el ejercicio de su ministerio y a identificarse cada vez más con Él .
Por ello, la vocación sacerdotal es «esencialmente una llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden» .
2.1 Existencia
2.1.1 Origen y razón de ser de la vocación sacerdotal
La Pastores dabo vobis reconoce la raíz y el origen de la vocación sacerdotal en el diálogo entre Jesús y Pedro:
“Formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo: ‘¿Me amas?’ Para el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser sino el don total de su vida” .
La vocación sacerdotal es, por lo tanto, un acontecimiento sobrenatural de gracia, una intervención libre y soberana del Señor que “llamó a los que él quiso y se reunieron con él” (Mc 3,13) .
“El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El quiso, eligió a los doce para vivir con El y enviarlos después a predicar el Reino de Dios (cf. Mc 3,13-19; Mt 10,1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc 6,13) los fundó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, y puso al frente de ellos, sacándolo de en medio de ellos, a Pedro (cf. Jn 21,15-17). Los envió Cristo, primero a los hijos de Israel, luego a todas las gentes (cf. Rm 1,16) para que, con la potestad que les entregaba, hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen y gobernasen (cf. Mt 28,16-20; Mc 16,15; Lc 24,45-48; Jn 20,21-23) y así dilatasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (cf. Mt 28,20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Hch 2,1-26), según la promesa del Señor: ‘Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de la tierra’ (Hch 1,8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc 16,20), que los oyentes recibían por influjo del Espíritu Santo, reúnen la Iglesia universal que el Señor fundó sobre los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, poniendo como piedra angular del edificio a Cristo Jesús (cf. Ap 21,14; Mt 16,18; Ef 2,20)” .
Esta vocación tiene su razón de ser en una llamada exclusiva del Señor para una misión de servicio:
“El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo. En efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en cuanto Cabeza de su Cuerpo” .
“Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituye en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la dignidad cristiana, tiendan libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación” .
2.1.2 Fundamento de esta vocación
La vocación al ministerio sacerdotal, lo recordamos con palabras de Pablo VI, «no es una profesión o un servicio cualquiera ejercido a favor de la comunidad eclesial, sino un servicio que participa de manera absolutamente especial y con un carácter indeleble en la potencia del sacerdocio de Cristo» .
Por ello, en el fundamento de la vocación sacerdotal, existe la relación de amor intenso, apasionado, ardiente, exclusivo y totalizador entre Cristo Señor y el llamado. Sin esta experiencia “arrasadora”, que cambia, y en cierto sentido desconcierta la vida, no existe una auténtica vocación, una verdadera comprensión del actuar poderoso de Dios, en el acontecimiento histórico de cada uno.
Este amor, que obviamente tiene origen divino, realmente envuelve el corazón humano, la inteligencia, la libertad, la voluntad y la afectividad del llamado, ya que, en razón de la profunda unidad del hombre, todas sus dimensiones son como “arrebatadas” e intensamente plasmadas por la llamada del Señor .
“Con la caridad pastoral, que caracteriza el ejercicio del ministerio sacerdotal como ‘amoris officium’ , ‘el sacerdote, que recibe la vocación al ministerio, es capaz de hacer de éste una elección de amor, para el cual la Iglesia y las almas constituyen su principal interés y, con esta espiritualidad concreta, se hace capaz de amar a la Iglesia universal y a aquella porción de Iglesia que le ha sido confiada, con toda la entrega de un esposo hacia su esposa’ ” .
2.2 Naturaleza
La fuente principal de la vocación sacerdotal es Dios mismo, en su libre y misericordiosa voluntad . He aquí por qué decía a sus apóstoles:
“Ustedes no me escogieron a mí, pero yo he escogido, y han nombrado a usted para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” .
Y San Pablo, al mismo tiempo que exalta el sacerdocio de Jesucristo por encima de la Antigua Alianza, señaló que cada sacerdote legítimo, siendo por naturaleza un mediador entre Dios y los hombres, depende principalmente de la benevolencia divina:
“Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres está establecido para los hombres en las cosas que pertenecen a Dios... Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón” .
Por ello, muy excelsa y gratuita es la vocación de participar en el sacerdocio de Jesucristo, del que el mismo Apóstol escribe:
“Cristo no se apropió la gloria del sumo sacerdocio... y cuando perfeccionado, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec” .
Por lo tanto, con razón San Juan Crisóstomo escribe en su valioso tratado De Sacerdotio:
“El sacerdocio se ejerce en la tierra pero tiene el rango de las órdenes celestiales, y ciertamente con justicia. Porque no fue el hombre, ni los ángeles, ni los arcángeles, ni ningún poder creado, sino que el mismo Espíritu Santo quien instituyó este oficio: y él hizo que los hombres pudieran realizar un ministerio de los ángeles” .
Asimismo, el decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis dice:
“Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en que ‘no todos los miembros tienen la misma función’ , entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados , y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres. Así, pues, enviados los apóstoles, como El había sido enviado por el Padre , Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos , cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros , en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió .
El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por un sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza” .
El ministerio sacerdotal del NT, que continúa el ministerio de Cristo mediador, hace perenne la obra esencial de los apóstoles:
“El sacerdocio es, ciertamente, el gran don del Divino redentor: pues éste, a fin de perpetuar hasta el final de los siglos, la obra de la redención, por él consumada en su sacrificio de la Cruz, confió su potestad a la Iglesia, a la que quiso hacer partícipe de su único y eterno sacerdocio. El sacerdote es como otro Cristo (alter Christus), porque está sellado con un carácter indeleble, por el que se convierte casi en imagen viva de nuestro Salvador; el sacerdote representa a Cristo, el cual dijo: ‘Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros’ (Jn 20,21), ‘el que a vosotros os escucha a mi me escucha’ (Lc 10,16)” .
En efecto, proclamando eficazmente el Evangelio , reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados , viviendo santamente y, sobre todo, celebrando la Eucaristía , hace presente a Cristo, cabeza de la Iglesia, en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta glorificación a Dios.
“El fin que buscan los presbíteros con su ministerio y con su vida es el procurar la gloria de Dios Padre en Cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en Cristo, y la manifiestan en toda su vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico, ya administren los demás sacramentos, ya se dediquen a otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un tiempo al incremento de la gloria de Dios y a la dirección de los hombres en la vida divina. Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo, se consumará en la venida gloriosa del mismo Señor, cuando El haya entregado el Reino a Dios Padre (cf. 1 Cor 15,24)” .

CAPÍTULO III
LA IDENTIDAD SACERDOTAL
“Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama (cf. Hch 13,2)” .
Los presbíteros encuentran, por lo tanto, su identidad viviendo plenamente la misión de la Iglesia y ejerciéndola de diversos modos en comunión con todo el pueblo de Dios, como pastores y ministros del Señor en el Espíritu, para completar con su obra el designio de salvación en la historia .
“Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles” .
La identidad del sacerdote, entonces, deriva de la participación especifica en el Sacerdocio de Cristo, por lo que el ordenado se transforma en la Iglesia y para la Iglesia—en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote: «una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor» .
“El presbítero es ontológicamente partícipe del sacerdocio de Cristo, verdaderamente consagrado, hombre de lo sagrado, entregado como Cristo al culto que se eleva hacia el Padre y a la misión evangelizadora con que difunde y distribuye las cosas sagradas la verdad, la gracia de Dios a sus hermanos: ésta es su verdadera identidad sacerdotal; y ésta es la exigencia esencial del ministerio sacerdotal también en el mundo de hoy” .
La identidad sacerdotal tiene cuatro dimensiones bien precisas que son como cuatro soportes que dan sentido, consistencia y plenitud a la vida del sacerdote.
1. DIMENSIÓN TRINITARIA
1.1 En comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo
El sacerdote, a causa de la consagración recibida en el sacramento del Orden, es constituido en una relación particular y especifica con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.
La identidad sacerdotal tiene su fuente original en la Trinidad , pues el sacerdote es elegido por el Padre, el cual lo configura sacramentalmente con Cristo por la acción del Espíritu Santo, en la Iglesia y para la Iglesia, en orden a la salvación del mundo, y en comunión con el obispo y con el presbiterio:
“En efecto, nuestra identidad tiene su fuente última en la caridad del Padre. Al Hijo -Sumo Sacerdote y Buen Pastor- enviado por el Padre, estamos unidos sacramentalmente a través del sacerdocio ministerial por la acción del Espíritu Santo. La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo. Ésta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegría, la certeza de nuestra vida” .
La identidad, el ministerio y la existencia del presbítero están, por lo tanto, relacionadas esencialmente con las Tres Personas Divinas, en orden al servicio sacerdotal de la Iglesia.
1.2 En el dinamismo trinitario de la salvación
El sacerdote, como prolongación visible y signo sacramental de Cristo, estando como está frente a la Iglesia y al mundo como origen permanente y siempre nuevo de salvación, se encuentra insertado en el dinamismo trinitario con una particular responsabilidad.
“Por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma conciencia en la fe de que no proviene de sí misma, sino de la gracia de Cristo en el Espíritu Santo. Los apóstoles, y sus sucesores, revestidos de una autoridad que reciben de Cristo Cabeza y Pastor, han sido puestos -con su ministerio- al frente de la Iglesia, como prolongación visible y signo sacramental de Cristo, que también está al frente de la Iglesia y del mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvación, El, que es ‘el salvador del Cuerpo’ (Ef 5,23)” .
Su identidad mana del «ministerium Verbi et sacramentorum », el cual está en relación esencial con el misterio del amor salvífico del Padre , y con el ser sacerdotal de Cristo, que elige y llama personalmente a su ministro a estar con Él, así como con el Don del Espíritu , que comunica al sacerdote la fuerza necesaria para dar vida a una multitud de hijos de Dios, convocados en el único cuerpo eclesial y encaminados hacia el Reino del Padre.
1.3 Relación intima con la Trinidad.
De aquí se percibe la característica esencialmente relacional de la identidad del sacerdote:
“Se puede entender así el aspecto esencialmente relacional de la identidad del presbítero. Mediante el sacerdocio que nace de la profundidad del inefable misterio de Dios, o sea, del amor del Padre, de la gracia de Jesucristo y del don de la unidad del Espíritu Santo, el presbítero está inserto sacramentalmente en la comunión con el Obispo y con los otros presbíteros , para servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia y atraer a todos a Cristo, según la oración del Señor: ‘Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros... Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado’ (Jn 17,11.21)” .
La gracia y el carácter indeleble conferidos con la unción sacramental del Espíritu Santo ponen al sacerdote en una relación personal con la Trinidad, ya que constituye la fuente del ser y del obrar sacerdotal; tal relación, por tanto, debe ser necesariamente vivida por el sacerdote de modo íntimo y personal, en un diálogo de adoración y de amor con las Tres Personas divinas, sabiendo que el don recibido le fue otorgado para el servicio de todos:
“También los presbíteros llevan en sí mismos ‘la imagen de Cristo, sumo y eterno sacerdote’ . Por tanto, participan de la autoridad pastoral de Cristo: y ésta es la característica específica de su ministerio, fundada en el sacramento del orden, que se les ha conferido. Como leemos en el decreto Presbyterorum ordinis, ‘el sacerdocio de los presbíteros supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza’ ” .
2. DIMENSIÓN CRISTOLÓGICA
2.1 Identidad específica
La dimensión cristológica -al igual que la trinitaria- surge directamente del sacramento, que configura ontológicamente con Cristo Sacerdote, Maestro, Santificador y Pastor de su Pueblo:
“Mediante el sacramento del orden, por institución divina, algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble , y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir” .
A aquellos fieles, que -permaneciendo injertados en el sacerdocio común- son elegidos y constituidos en el sacerdocio ministerial, les es dada una participación indeleble al mismo y único sacerdocio de Cristo, en la dimensión pública de la mediación y de la autoridad, en lo que se refiere a la santificación, a la enseñanza y a la guía de todo el Pueblo de Dios . De este modo, si por un lado, el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados necesariamente el uno al otro -pues uno y otro, cada uno a su modo, participan del único sacerdocio de Cristo-, por otra parte, ambos difieren esencialmente entre sí .
“El sacerdocio ministerial difiere esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque confiere un poder sagrado para el servicio de los fieles. Los ministros ordenados ejercen su servicio en el pueblo de Dios mediante la enseñanza (munus docendi), el culto divino (munus liturgicum) y por el gobierno pastoral (munus regendi)” .
En este sentido, la identidad del sacerdote es nueva respecto a la de todos los cristianos que, mediante el Bautismo, participan, en conjunto, del único sacerdocio de Cristo y están llamados a darle testimonio en toda la tierra:
“Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza. Ya que insertos en el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Son consagrados como sacerdocio real y gente santa (cf. 1 P 2,4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras, y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo” .
La especificidad del sacerdocio ministerial se sitúa frente a la necesidad, que tienen todos los fieles de adherir a la mediación y al señorío de Cristo, visibles por el ejercicio del sacerdocio ministerial.
En su peculiar identidad cristológica, el sacerdote ha de tener conciencia de que su vida es un misterio insertado totalmente en el misterio de Cristo de un modo nuevo y específico, y esto lo compromete totalmente en la actividad pastoral y lo gratifica:
“El presbítero es ontológicamente partícipe del sacerdocio de Cristo, verdaderamente consagrado, hombre de lo sagrado, entregado como Cristo al culto que se eleva hacia el Padre y a la misión evangelizadora con que difunde y distribuye las cosas sagradas la verdad, la gracia de Dios, a sus hermanos, ésta es su verdadera identidad sacerdotal” .
2.2 En el seno del Pueblo de Dios
Cristo asocia a los Apóstoles a su misma misión. «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» . En la misma sagrada Ordenación está ontológicamente presente la dimensión misionera:
“La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental a Cristo Cabeza: esta trae consigo, como consecuencia, una adhesión cordial y total a aquella que la tradición eclesial ha reconocido como la apostolica vivendi forma. Esta consiste en la participación en una “vida nueva” espiritualmente entendida, a ese “nuevo estilo de vida” que fue inaugurado por el Señor Jesús y que fue hecho propio por los Apóstoles. Por la imposición de manos del Obispo y la oración consagratoria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser “presbíteros”. A la luz de esto parece claro cómo los tria munera son en primer lugar un don, y sólo como consecuencia un oficio, antes una participación en una vida y por ello una potestas. Ciertamente, la gran tradición eclesial ha justamente desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, y así se salvaguardan adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles. Pero esta justa precisión doctrinal no quita nada a la necesaria, es más, indispensable, tensión hacia la perfección moral, que debe habitar en todo corazón auténticamente sacerdotal” .
Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que ese mismo Jesús con el que los apóstoles habían vivido, habían comido y compartido el cansancio de cada día, sigue estando presente ahora en su Iglesia. Cristo está presente en ella no sólo porque sigue atrayendo hacia sí a todos los fieles desde ese Trono de gracia y de gloria que es su cruz redentora , formando con todos los hombres, de todo tiempo, un solo Cuerpo, sino también porque él está siempre presente en el tiempo y de manera eminente como Cabeza y Pastor, que enseña, santifica, y gobierna constantemente a su Pueblo. Y esta presencia se realiza a través del sacerdocio ministerial que él quiso instituir en el seno de su Iglesia. Por este motivo, todo sacerdote puede repetir que ha sido elegido, consagrado y enviado para que se vea la actualidad de Cristo, de quien se convierte en auténtico representante y mensajero .
Se puede decir, entonces, que la configuración con Cristo, obrada por la consagración sacramental, define al sacerdote en el seno del Pueblo de Dios, haciéndolo participar, en un modo suyo propio, en la potestad santificadora, magisterial y pastoral del mismo Cristo Jesús, Cabeza y Pastor de la Iglesia:
“El presbítero participa de la consagración y misión de Cristo de un modo específico y auténtico, o sea, mediante el sacramento del Orden, en virtud del cual está configurado en su ser con Cristo Cabeza y Pastor, y comparte la misión de "anunciar a los pobres la Buena Noticia", en el nombre y en la persona del mismo Cristo” .
Actuando in persona Christi Capitis, el presbítero llega a ser el ministro de las acciones salvíficas esenciales, transmite las verdades necesarias para la salvación y apacienta al Pueblo de Dios, conduciéndolo hacia la santidad:
“Los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre. Este es el modo típico y propio con que los ministros ordenados participan en el único sacerdocio de Cristo. El Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con un título nuevo y específico a Jesucristo Cabeza y Pastor, los conforma y anima con su caridad pastoral y los pone en la Iglesia como servidores autorizados del anuncio del Evangelio a toda criatura y como servidores de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados” .
3. DIMENSIÓN PNEUMATOLÓGICA
3.1 Carácter sacramental.
En la ordenación presbiteral, el sacerdote ha recibido el sello del Espíritu Santo, que ha hecho de él un hombre signado por el carácter sacramental para ser, para siempre, ministro de Cristo y de la Iglesia. Asegurado por la promesa de que el Consolador permanecerá ‘con él para siempre’ , el sacerdote sabe que nunca perderá la presencia ni el poder eficaz del Espíritu Santo, para poder ejercitar su ministerio y vivir la caridad pastoral como don total de sí mismo para la salvación de los propios hermanos.

3.2 Comunión personal con el Espíritu Santo
Es también el Espíritu Santo, quien en la Ordenación confiere al sacerdote la misión profética de anunciar y explicar, con autoridad, la Palabra de Dios. Insertado en la comunión de la Iglesia con todo el orden sacerdotal, el presbítero será guiado por el Espíritu de Verdad, que el Padre ha enviado por medio de Cristo, y que le enseña todas las cosas recordando todo aquello, que Jesús ha dicho a los Apóstoles. Por tanto, el presbítero -con la ayuda del Espíritu Santo y con el estudio de la Palabra de Dios en las Escrituras-, a la luz de la Tradición y del Magisterio, descubre la riqueza de la Palabra, que ha de anunciar a la comunidad, que le ha sido confiada .
“Los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo , para constituir e incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: ‘Id por todo el mundo y predicar el Evangelio a toda criatura’ (Mc 16,15) . Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los no creyentes y se robustece en el de los creyentes, y con la fe empieza y se desarrolla la congregación de los fieles, según la sentencia del Apóstol: ‘La fe viene por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo’ (Rm 10,17). Los presbíteros, pues, se deben a todos, en cuanto a todos deben comunicar la verdad del Evangelio que poseen en el Señor. Por tanto, ya lleven a las gentes a glorificar a Dios, observando entre ellos una conducta ejemplar , ya anuncien a los no creyentes el misterio de Cristo, predicándoles abiertamente, ya enseñen el catecismo cristiano o expongan la doctrina de la Iglesia, ya procuren tratar los problemas actuales a la luz de Cristo, es siempre su deber enseñar, no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar indistintamente a todos a la conversión y a la santidad” .
3.3 Invocación al Espíritu
Mediante el carácter sacramental e identificando su intención con la de la Iglesia, el sacerdote está siempre en comunión con el Espíritu Santo en la celebración de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía y de los demás sacramentos.
En cada sacramento, es Cristo, en efecto, quien actúa en favor de la Iglesia, por medio del Espíritu Santo, que ha sido invocado con el poder eficaz del sacerdote, que celebra in persona Christi.
“El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es confiada a los Apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona . Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos” .
La celebración sacramental, por tanto, recibe su eficacia de la palabra de Cristo -que es quien la ha instituido- y del poder del Espíritu, que con frecuencia la Iglesia invoca mediante la epíclesis. Esto es particularmente evidente en la Plegaria eucarística, en la que el sacerdote -invocando el poder del Espíritu Santo sobre el pan y sobre el vino- pronuncia las palabras de Jesús, y actualiza el misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo realmente presente, la transubstanciación.

3.4 Fuerza para guiar la comunidad.
Es, en definitiva, en la comunión con el Espíritu Santo donde el sacerdote encuentra la fuerza para guiar la comunidad, que le fue confiada y para mantenerla en la unidad querida por el Señor:
“Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu . Más para el ejercicio de este ministerio, lo mismo que para las otras funciones del presbítero, se confiere la potestad espiritual, que, ciertamente, se da para la edificación . En la edificación de la Iglesia los presbíteros deben vivir con todos con exquisita delicadeza, a ejemplo del Señor. Deben comportarse con ellos, no según el beneplácito de los hombres , sino conforme a las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana, enseñándoles y amonestándoles como a hijos amadísimos , a tenor de las palabras del apóstol: "Insiste a tiempo y destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina" (2 Tim 4,2) . Por lo cual, atañe a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, el procurar personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó ” .
La oración del sacerdote en el Espíritu Santo puede inspirarse en la oración sacerdotal de Jesucristo . Por lo tanto, debe rezar por la unidad de los fieles para que sean una sola cosa, y así el mundo crea que el Padre ha enviado al Hijo para la salvación de todos.
4. DIMENSIÓN ECLESIOLÓGICA
4.1 El sacerdote ‘en’ la Iglesia y ‘ante’ la Iglesia
Cristo, origen permanente y siempre nuevo de la salvación, es el misterio principal del que deriva el misterio de la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, llamada por el Esposo a ser signo e instrumento de redención. Cristo sigue dando vida a su Iglesia por medio de la obra confiada a los Apóstoles y a sus Sucesores.
A través del misterio de Cristo, el sacerdote, ejercitando su múltiple ministerio, está insertado también en el misterio de la Iglesia, la cual “toma conciencia, en la fe, de que no proviene de sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo” . De tal manera, el sacerdote, a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante ella.
“El sacerdote, en cuanto que representa a Cristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, se sitúa no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. El sacerdocio, junto con la Palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo servicio está, pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia. El ministerio del presbítero está totalmente al servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios; está ordenado no sólo para la Iglesia particular, sino también para la Iglesia universal , en comunión con el Obispo, con Pedro y bajo Pedro. Mediante el sacerdocio del Obispo, el sacerdocio de segundo orden se incorpora a la estructura apostólica de la Iglesia. Así el presbítero, como los apóstoles, hace de embajador de Cristo . En esto se funda el carácter misionero de todo sacerdote” .
4.2 Partícipe en cierto modo, de la esponsalidad de Cristo
El sacramento del Orden, en efecto, no sólo hace partícipe al sacerdote del misterio de Cristo a Sacerdote, Maestro, Cabeza y Pastor, sino -en cierto modo- también de Cristo “Siervo y Esposo de la Iglesia” . Ésta es el “Cuerpo” de Cristo, que Él ha amado y la ama hasta el extremo de entregarse a Sí mismo por Ella ; Cristo regenera y purifica continuamente a su Iglesia por medio de la palabra de Dios y de los sacramentos ; se ocupa el Señor de hacer siempre más bella a su Esposa y, finalmente, la nutre y la cuida con solicitud .
Los presbíteros -colaboradores del Orden Episcopal-, que constituyen con su Obispo un único presbiterio y participan, en grado subordinado, del único sacerdocio de Cristo, también participan, en cierto modo, -a semejanza del Obispo- de aquella dimensión esponsal con respecto a la Iglesia, que está bien significada en el rito de la ordenación episcopal con la entrega del anillo .
“Los presbíteros, ejercitando, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada y dirigida hacia la unidad y por Cristo en el Espíritu, la conducen hasta Dios Padre. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad . Se afanan finalmente en la palabra y en la enseñanza , creyendo en aquello que leen cuando meditan en la ley del Señor, enseñando aquello en que creen, imitando aquello que enseñan” .
Los presbíteros, que “de alguna manera hacen presente -por así decir- al Obispo, a quien están unidos con confianza y grandeza de ánimo, en cada una de las comunidades locales” deberán ser fieles a la Esposa y, como viva imagen que son de Cristo Esposo, han de hacer operativa la multiforme donación de Cristo a su Iglesia.
Por esta comunión con Cristo Esposo, también el sacerdocio ministerial es constituido -como Cristo, con Cristo y en Cristo- en ese misterio de amor salvífico trascendente, del que es figura y participación el matrimonio entre cristianos.
Llamado por un acto de amor sobrenatural absolutamente gratuito, el sacerdote debe amar a la Iglesia como Cristo la ha amado, consagrando a ella todas sus energías y donándose con caridad pastoral hasta dar cotidianamente la propia vida.
4.3 Universalidad del sacerdocio
El mandamiento del Señor de ir a todas las gentes (Mt 28,18-20) constituye otra modalidad del estar el sacerdote ante la Iglesia.
“Los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y en el ejercicio de su potestad dependen de los Obispos, con todo están unidos con ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del orden, han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote , para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino” .
Enviado –missus- por el Padre por medio de Cristo, el sacerdote pertenece “de modo inmediato” a la Iglesia universal , que tiene la misión de anunciar la Buena Noticia hasta los “extremos confines de la tierra” (Hch 1,8).
“Las diversas formas del “mandato misionero” tienen puntos comunes y también acentuaciones características. Dos elementos, sin embargo, se hallan en todas las versiones. Ante todo, la dimensión universal de la tarea confiada a los Apóstoles: “A todas las gentes” (Mt 28,19); “por todo el mundo... a toda la creación” (Mc 16,15); “a todas las naciones” (Hch 1,8). En segundo lugar, la certeza dada por el Señor de que en esa tarea ellos no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para desarrollar su misión. En esto está la presencia y el poder del Espíritu, y la asistencia de Jesús: “Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos” (Mc 16,20)” .
“El don espiritual, que los presbíteros han recibido en la ordenación, los prepara a una vastísima y universal misión de salvación” . En efecto, por el Orden y el ministerio recibidos, todos los sacerdotes han sido asociados al Cuerpo Episcopal y -en comunión jerárquica con él según la propia vocación y gracia-, sirven al bien de toda la Iglesia:
“Los presbíteros, como próvidos colaboradores del orden episcopal, como ayuda e instrumento suyo llamados para servir al Pueblo de Dios, forman, junto con su Obispo, un presbiterio dedicado a diversas ocupaciones. En cada una de las congregaciones de fieles, ellos representan al Obispo con quien están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del Cuerpo total de Cristo . Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuran cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia” .
Por lo tanto, la pertenencia -mediante la incardinación- a una concreta Iglesia particular , no debe encerrar al sacerdote en una mentalidad estrecha y particularista sino abrirlo también al servicio de otras Iglesias, puesto que cada Iglesia es la realización particular de la única Iglesia de Jesucristo, de forma que la Iglesia universal vive y cumple su misión en y desde las Iglesias particulares en comunión efectiva con ella. Por lo tanto, todos los sacerdotes deben tener corazón y mentalidad misioneros, estando abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo .
“El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo de los pastores, ya que a todos ellos en común dio Cristo el mandato imponiéndoles un oficio común, según explicó ya el Papa Celestino a los padres del Concilio de Efeso. Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su propio oficio, deben colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien particularmente se le ha encomendado el oficio excelso de propagar la religión cristiana. Deben, pues, con todas sus fuerzas proveer no sólo de operarios para la mies, sino también de socorros espirituales y materiales, ya sea directamente por sí, ya sea excitando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren finalmente los Obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar una fraternal ayuda a las otras Iglesias, sobre todo a las Iglesias vecinas y más pobres, dentro de esta universal sociedad de la caridad” .
4.4 Índole misionera del sacerdocio
Es importante que el presbítero tenga plena conciencia y viva profundamente esta realidad misionera de su sacerdocio, en plena sintonía con la Iglesia que, hoy como ayer, siente la necesidad de enviar a sus ministros a los lugares donde es más urgente la misión sacerdotal y de esforzarse por realizar una más equitativa distribución del clero .
“El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación ‘hasta los confines de la tierra’, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles” .
“Los sacerdotes no dejarán además de estar concretamente disponibles al Espíritu Santo y al Obispo, para ser enviados a predicar el Evangelio más allá de los confines del propio país. Esto exigirá en ellos no sólo madurez en la vocación, sino también una capacidad no común de desprendimiento de la propia patria, grupo étnico y familia, y una particular idoneidad para insertarse en otras culturas, con inteligencia y respeto” .
Esta exigencia de la vida de la Iglesia en el mundo contemporáneo debe ser sentida y vivida por cada sacerdote, sobre todo y esencialmente, como el don, que debe ser vivido dentro de su institución y a su servicio.
No son, por tanto, admisibles todas aquellas opiniones que, en nombre de un mal entendido respeto a las culturas particulares, tienden a desnaturalizar la acción misionera de la Iglesia, llamada a realizar el mismo misterio universal de salvación, que trasciende y debe vivificar todas las culturas .
“El proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de los pueblos requiere largo tiempo: no se trata de una mera adaptación externa, ya que la inculturación ‘significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas’ . Es, pues, un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano, como la reflexión y la praxis de la Iglesia. Pero es también un proceso difícil, porque no debe comprometer en ningún modo las características y la integridad de la fe cristiana” .
Hay que decir también que la expansión universal del ministerio sacerdotal se encuentra hoy en correspondencia con las características socioculturales del mundo contemporáneo, en el cual se siente la exigencia de eliminar todas las barreras, que dividen pueblos y naciones y que, sobre todo, a través de las comunicaciones entre las culturas, quiere hermanar a las gentes, no obstante las distancias geográficas, que las dividen.
Nunca como hoy, por tanto, el clero debe sentirse apostólicamente comprometido en la unión de todos los hombres en Cristo, en su Iglesia.
Por ello, la eclesiología de comunión resulta decisiva para descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo. La referencia a la Iglesia es pues necesaria, aunque no prioritaria, en la definición de la identidad del presbítero. En efecto, en cuanto misterio la Iglesia está esencialmente relacionada con Jesucristo: es su plenitud, su cuerpo, su esposa. Es el “signo” y el “memorial” vivo de su presencia permanente y de su acción entre nosotros y para nosotros. El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. El sacerdocio de Cristo, expresión de su absoluta ‘novedad’ en la historia de la salvación, constituye la única fuente y el paradigma insustituible del sacerdocio del cristiano y, en particular, del presbítero. La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales .